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No sabemos comunicarnos en nuestra lengua materna y pretendemos hablar una lengua extranjera

     Son muchos los profesores, académicos, escritores e intelectuales los que periódicamente expresan su preocupación por la deriva destructiva del uso de la lengua. Afirman que no sabemos expresarnos, que nuestro vocabulario es paupérrimo, que cometemos muchísimas faltas de ortografía, y que todo va a peor y no tiene remedio. No solo eso, sino que además estamos contaminando nuestra lengua con palabros procedentes de la lengua inglesa que muchos utilizan de forma pretenciosa, forzada y, sobre todo, innecesaria.

 

     Sin embargo, otros catalogan a los primeros de reaccionarios, rancios, ortodoxos y antiguos por no saber o querer adaptarse a un nuevo contexto socioeconómico en el que el flujo rápido y constante de información moldea y modifica los usos y costumbres locales a una velocidad de vértigo. Así, muchos de los que defienden como aceptable, conveniente y deseable un cambio de nuestra forma de comunicación propugnan que lo importante es el significado o contenido, es decir, lo que realmente se desea comunicar a los demás y no tanto el continente o el conjunto de elementos y normas que nos permiten articular un mensaje coherente. De hecho, Gabriel García Márquez, uno de los escritores más celebrados del siglo XX en lengua española y ganador del Premio Nóbel de Literatura en 1982, afirmaba que era necesario simplificar las normas ortográficas, puesto que éstas no eran más que un obstáculo que dificultaba la comunicación. En este sentido, defendía que ante la dificultad que entraña escribir palabras como “hombre”, se suprimiera la letra “h”; que la “g” y la “j” de las palabras “general” o “Jerez “; o que la “b” y la “v” de las palabras “bebé” o “vaciar” quedaran reducidas a una sola para evitar la confusión que supone no tener una pronunciación diferenciada para ambas grafías. No cabe duda de que se trata de una posición muy controvertida con la que muchos estarían de acuerdo mientras que otros lo calificarían de atentado.

 

     Sin embargo, comunicarse con solvencia es mucho más que conocer la ortografía, el uso y la pronunciación de las palabras que empleemos a la hora de mantener una conversación o redactar un escrito del tipo que sea. De hecho, para comprender cuando nos hablan o cuando leemos un texto o un mensaje, el emisor se ve obligado a utilizar no sólo una gramática común, sino también otros elementos que, más allá de la sintaxis y la morfología, ayudan a que podamos entender qué nos quieren transmitir. Estos elementos, considerados no por pocos como superfluos, son la puntuación (puntos, comas o signos de interrogación y exclamación) en el lenguaje escrito o las pausas y la entonación correspondientes en la expresión oral, así como los elementos de enlace o conectores (en primer lugar, sin embargo, por otra parte…), que nos permiten hilar las ideas y el contenido de un texto o una presentación profesional. Estos elementos son en sí mismos los ingredientes que, sin ninguna duda, marcan la diferencia entre un escrito ilegible, pobre y aburrido, y uno bien organizado e interesante. No obstante, esto no es solo aplicable al lenguaje escrito, sino también a la comunicación oral, pues si el contenido de una charla no se organiza y articula adecuadamente mediante el uso de estos conectores, no solo nos resultará monótona y aburrida, sino que será muy difícil comprenderla. Además, cuando hablamos, hemos de tener en cuenta otro factor de la comunicación: el lenguaje corporal. Se podría decir que el lenguaje corporal es la puesta en escena de un mensaje bien organizado, pues no es lo mismo que un profesor permanezca sentado mientras explica a sus alumnos un nuevo concepto o que se mueva, se dirija a sus alumnos para hacerlos partícipes de la clase y utilice sus manos para enfatizar. De esta forma, el emisor refuerza su mensaje, mantiene la atención del receptor, lo involucra, y, en cierto modo, garantiza la recepción del mensaje.

 

     Sin embargo, actualmente la inmediatez de la comunicación por medio de mensajes de texto o de las redes sociales y la falta de lectura han agravado un problema secular: nuestra escasa capacidad comunicativa. Con esto no pretendo decir que debamos encorsetar la espontaneidad del lenguaje coloquial, pues no solo es imposible, sino que sería muy aburrido; pero sí que aprendamos a distinguir situaciones y contextos en los que la comunicación no es sólo diferente porque así se haya establecido, sino porque realmente es mucho más efectiva.

 

     Por lo tanto, estas carencias y limitaciones a la hora de comunicarnos en nuestra lengua materna acrecientan las dificultades propias del aprendizaje de una lengua extranjera porque no estamos acostumbrados a organizar nuestros mensajes cuando hablamos o escribimos. De hecho, en los últimos años he podido comprobar cómo muchos de mis alumnos, muchos de ellos con formación superior y un conocimiento muy alto de la lengua inglesa, no saben articular el contenido de un escrito o una presentación. Eso sí, conocen muy bien los verbos irregulares, los tiempos verbales, cómo se utilizan las preposiciones…, e incluso hablan muy bien, pero NO saben comunicar un mensaje adecuadamente ¿Cuál es entonces la diferencia entre hablar y comunicar? Se trata de una diferencia cualitativa muy importante:

 

     Por una parte, la persona que simplemente habla “bien” conoce la ortografía y la pronunciación de las palabras que emplea, pero, por otra parte, produce oralmente o por escrito unas ideas de forma aislada que no están cohesionadas; ideas que pudiera parecer que no tienen relación y que se suceden sistemáticamente porque sólo se acumula contenido.

 

     Por el contrario, quien sabe comunicar ideas en su lengua materna o en una lengua extranjera es aquella persona que no sólo habla sin cometer errores gramaticales o de pronunciación, sino que asegura la recepción y la comprensión del mensaje por parte del receptor por medio de la utilización sutil de los elementos que le permiten enlazar, hilar y cohesionar las ideas de su mensaje.

 

     La diferencia es abismal, pues en este caso existe una continuidad en el relato que lo hace mucho más agradable, atractivo y eficiente desde el punto de vista comunicativo. Sin embargo, ésta es una capacidad que lamentablemente no se madura en la escuela y que a la hora de aprender una segunda lengua se hace evidente. De hecho, muchos de mis alumnos piensan que para hablar “bien” una lengua extranjera hay que hablar con rapidez. Así, en su afán por hablar “bien” se atropellan, no prestan atención a la pronunciación ni a la gramática, por lo que cometen errores y ni siquiera consiguen hablar “bien” y, por supuesto, no comunican nada.

 

     Por estas razones, si se desea hablar “bien” cualquier lengua, incluso nuestra primera lengua, se ha de aprender previamente a comunicar las ideas que dan cuerpo al contenido del mensaje. Por lo tanto, es necesario aprender a articularlas, jugar con la entonación, gestionar bien las pausas, dominar las funciones del lenguaje (expresar acuerdo o desacuerdo, sugerir, especular, expresar opinión…) y, dado el caso, dominar el lenguaje corporal. Todo esto no solo nos permite comunicarnos mejor sino que además contribuye a que ganemos confianza e independencia a la hora de expresarnos en una lengua extranjera.

 

     Por último, hay que recordar que la comunicación no solo es hablar o producir un mensaje, sino también escuchar, entender, procesar y reaccionar consecuentemente; por lo que si nuestro interlocutor sabe comunicar sus ideas, todo nos resultará también más fácil como receptores.

 

     Por lo tanto, cuando aprendamos una lengua extranjera, nuestro objetivo no debe ser quedarnos a medias, es decir, simplemente hablar “bien”, sino llegar a comunicarnos con solvencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

 

           

 

           

 

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